domingo, 20 de mayo de 2012

Gonzalo Himiob Santomé: Nuestra terrible soledad


No. No me he metido a gurú pasional ni a “Dr. Corazón”. No voy a hablarles en esta entrega de engaños o de desencuentros amorosos, ni me voy a perder entre palabras, frases o versos sobre abandonos o ausencias del querer, que para eso están los poetas que lo hacen mejor que yo.


Quiero por el contrario, comentar un poco esta inclemente sensación de soledad y de abandono que padecemos, ya no en el ámbito de las relaciones entre personas, sino en el de nuestras relaciones como ciudadanos con el gobierno -más vale decir, desgobierno- y con nuestra nación, este país que va al garete y se mantiene en la anomia absoluta.
La calle está llena de inhóspitos ejemplos. El tráfico, paradójica muestra, nos fuerza a pasar varias horas diarias apretujados los unos contra los otros en un carrito por puesto, en el Metro o en las largas colas que sufrimos en nuestras atestadas autopistas; pero aún así, por pegados que estemos los unos con los otros, por mucho que al contacto nos obligue la cercanía impuesta, nos mantenemos aislados, ajenos, incomunicados.
Pese a nuestras cuitas comunes, no nos reconocemos aún como iguales, no nos vemos como copartícipes o coprotagonistas de las mismas realidades, ni entendemos que muchos de nuestros padecimientos vienen de la inopia de los mismos culpables.
Estamos perdiendo nuestra identidad. Estamos fragmentados. La vorágine diaria, de la mano de estas autoridades que tenemos, ocupadas nada más en mantenerse en sus puestos a costa de lo que sea más que de servir a la ciudadanía haciéndonos las cosas más fáciles, nos han hechos depredadores y presas de nosotros mismos.
En Caracas, la otrora “Sucursal del cielo”, mi ciudad pese a todo bien amada, los ciudadanos hemos degenerado en algo parecido al cliché cinematográfico que se atribuye, con cierta injusticia valga decir, en su antipatía, indiferencia y groseros procederes, a los neoyorquinos, y esto ya no se limita a la capital, ya que Caracas no es más que el espejo que refleja lo que ya se padece en otras importantes urbes de nuestra nación.
Estamos signados por la insensibilidad y por la desconfianza hacia nuestros semejantes. Los demás son “los otros”, los “ajenos”, los “no yo”, y nos tenemos miedo. Nunca sabemos cuándo el extraño que está a nuestro lado es sólo un caminante más, o es un bandido decidido a quebrarnos la vida, a cambio de las cosas que nos pertenecen. A cuenta de nuestra proverbial “viveza criolla”, nunca sabemos si quien nos habla nos ve como el “venado” de turno, el que ese día salió a la calle a ser abusado, o si tiene en realidad buenas intenciones. Un pequeño hace malabares en un semáforo a cambio de algunas monedas, y cuando nos sentimos magnánimos o valientes, bajamos un poco el cristal de nuestros carros para lavarnos las culpas dándole dinero que seguramente no será para él, sino para el monstruo que lo usa y abusa para darnos lástima; pero lo dejamos allí, y el alma no se nos mueve más allá del gesto.
Estamos muy solos. Al menos como ciudadanos. Esa es la cosa. Hemos tenido que aprender, desde hace mucho tiempo, a ser baluartes y garantes de nosotros mismos, y de nadie más, pues no hay valores o normas, ni siquiera las de la más básica educación, que apliquen para todos y en todos los casos; y tampoco hay autoridad, entendida en el mejor sentido y a todo nivel, que ponga o pueda poner los puntos sobre las íes.
Cuando alguien nos violenta no tenemos o no sentimos que tengamos a dónde acudir, así que “resolvemos” en soledad, y no siempre de la mejor manera. Un vecino se empeña en hacernos escuchar todas las noches, a volumen altísimo, su insufrible reggaetón, y cuando le reclamamos, por educados que seamos, nos lanza la puerta a la cara.
Si le pedimos a la policía que intervenga -a fin de cuentas las normas de convivencia ciudadana existen y deben hacerse valer- o no llega pues está ocupada matraqueando o tratando de evitar que a otros los maten, o llega y se encuentra con que el susodicho vecino tiene mucho dinero, o “está con el gobierno” a cualquier nivel y de cualquier tendencia, y no se le puede demandar ni un mínimo de civilidad.
En la autopista, otro “prohombre” se nos cuela por el hombrillo, poniéndose en peligro él mismo y en riesgo a los demás, y si le tocamos corneta nos amenaza y nos insulta; total las únicas cosas que le importan son él mismo y sus apuros, lo demás no cuenta, los demás no cuentan.
Vivimos más pesares y preocupaciones que alegrías. Eso es parte del problema y aquí no cabe hacer distinciones políticas. Desde la ausencia palpable de un presidente que no termina de entender que a un país no se le dirige a control remoto mientras se ocupa, con todo respeto, más de su salud y de su muy personal y muy egoísta proyecto “revolucionario” que de nosotros y de nuestras necesidades, hasta la falta de recursos, y de capacidad real, para proveer nuestras más elementales y graves carencias; todo lo que padecemos nos hermana en lo que nos disgusta, en lo que nos separa, en lo que nos deshumaniza, pero aún así no terminamos de entendernos como un colectivo en el que el mal de uno es a la vez el mal de todos.
Los teteros no se llenan con buenas intenciones ni con gestos simbólicos, mucho menos con ideologías o discursos políticos. A los enfermos no los curan las elecciones, ni las bravatas e insultos de los unos contra los otros. Necesitamos mucho más que promesas, necesitamos hechos, soluciones, pautas firmes, diálogo, paz.
Algunos de nuestros dirigentes no lo entienden, nosotros sí, pero sin línea clara entre lo que está bien y lo que está mal, vivimos en un relativismo absoluto y acomodaticio en el que nadie termina de asumir sus responsabilidades y todos hacen lo que les place, lo que nos lleva a una descarnada lucha por la supervivencia que no toma rehenes, ni en un bando ni en el otro.
Tenemos que superar estos retos. Tenemos que dejar de vernos desde los cristales de la desconfianza y del miedo, buscar la manera de entender, o de aceptar según el caso, que la Patria no es un solo ser humano, si no que todos somos parte de una misma verdad, y sólo tendiendo puentes entre nosotros desde lo que nos identifica, podremos comprender, aceptar y manejar mejor lo que nos separa.
Hoy es el día de las madres. Todos tenemos o tuvimos una, ¿y si empezamos por ahí? Tratemos y amemos a los demás como a ellas les gustaría que las trataran y las amaran, como ellas nos han tratado y amado, o como nos hubiera gustado, de ser la ausencia el caso, que nos trataran y que nos amaran a nosotros nuestras madres.
A las madres, a las que siguen con nosotros y a las que ya nos dejaron, mis más sentidas felicitaciones, y mi mayor reconocimiento, sin distingo alguno. Por todo. Por lo que todos, absolutamente todos, sabemos y comprendemos, y también por lo que sólo ellas, todas ellas, en su amor irrestricto e infinito hacia los hijos, saben y pueden comprender plenamente.
@HimiobSantome

 
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